Cuentan que un peregrino viajaba de ciudad en ciudad en busca de respuestas a sus preguntas. Había llegado a grandes ciudades que ocupaban extensas planicies, a pequeñas aldeas de pocas casas, a ciudades amuralladas y con castillos, monasterios y cuarteles. A ciudades con hermosos jardines colgantes, a otras construidas junto a cascadas, a ciudades flotantes que parecían crecer como nenúfares sobre lagos, a poblaciones levantadas en altas montañas y aun junto al mar. Conocía toda clase de ciudades, todas distintas, aunque todas tenían una característica en común: en ninguna de ellas encontró personas felices.
Y el peregrino biuscaba el secreto de la felicidad, pues esa era para él la riqueza más valiosa, ese era el conocimiento más preciado, el más valioso don.
Y por ello viajaba y viajaba. Llegó un día que ya no recordaba nada de su vida que no fuera viaje, e incluso esos recuerdos se confundían en su mente. Y ese día descubrió, en lo hondo de un valle, una nueva ciudad, una que nunca había visto. No era ni demasiado grande ni demasiado pequeña; sus casas no eran ni demsiado altas ni demasiado bajas y todo en ella denunciaba una ciudad normal.
Sólo eso. O eso le parecía.
No obstante, a medida que se acercaba a la ciudad descubrió que había algo extraño en ella. No la rodeaban murallas ni había guardias, las puertas estaban abiertas y los pobladores se movían de acá para allá apresurados y entre cantos y bromas. Cuando al fin entró en la ciudad se dirigió a un hombre que paseaba y le pregunto:
- ¿Qué ciudad es esta? ¿Por qué hay tanta agitación?
Y el paseante, muy amable, respondió:
- Bien veo que sois extranjero. Ésta es la ciudad sin nombre y precisamente hoy celebramos la fiesta más importante del año, el día de nuestra independencia.
- ¿Y cómo lo celebrais? ¿Con bailes, con un gran banquete?
- No, mi amigo -respondió entre risas el ciudadano-. Lo celebramos con un gran entierro y plantando un jardín. ¿Os sorprende? Seguidme y lo entenderéis.
Y así vecino y peregrino recorrieron la ciudad, mientras el primero explicaba al segundo cómo se hacían las cosas en la ciudad.
- ¿Véis todos aquellos jardines, allí? Cada uno es un recuerdo de un año de nuestra ciudad. Y ahora os mostraré el lugar en el que preparamos el de este año.
Caminaron hasta una plaza donde se había excavado una zanja de varios metros de profundidad. Apoyadas en las paredes de las casas había montones de flores y plantas, en macetas y jardineras. El peregrino, no obstante, no acaba de entender cómo aquél profundo agujero podía transformarse en un jardín. ¿Por qué lo hacían tan hondo? ¿Cómo lo rellenarían? Y lo preguntó a su nuevo amigo.
- Muy fácil ñle respondió el vecino-. Os dije que celebrábamos un entierro.
Pues bien, se trata del entierro de los Debería. Cada ciudadano trae hoy aquí todos los objetos que representan sus obligaciones, todos los elementos que ya no le son útiles, todo aquello que debería hacer, debería cambiar, debería mejorar y lo arroja a la zanja. Cuando todos lo hemos hecho, lo cubrimos con tierra y nos despedimos de los debería. Y encima plantamos una planta por cada nuevo propósito. Así plantamos Yo podré, Yo lograré, Yo conseguiré y, sobre todo, muchos Yo deseo. Así es como nacen nuestros maravillosos jardines.
El peregrino quedó en silencio observando cómo las gentes del lugar se acercaban alegres cargadas de ropas, libros, utensilios, herramientas. Cómo niños y mayores se turnaban en ir llenando el vacío que se abría a sus pies con pensamientos y obligaciones que les impedían ser felices.
Y, aun en silencio, se acercó al borde de la zanja y él también lanzó su bastón y su bolsa, todo lo que lo ataba a su pasado de búsqueda y viaje. Ya no debería seguir viajando. Había aprendido que el secreto de la felicidad está en la libertad de seguir el dictado del propio corazón y no las leyes de la razón.
Y allí se quedó para siempre jamás.
En la ciudad donde no existía el debería encontró la felicidad.
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